martes, 3 de noviembre de 2015

El Desafío de los 30 días. Día 3.

Pregunta 3: Ayer describiste un local/edificio situado en el pueblo de Highdell. Un local que considerarse importante por alguna razón, bien para el pueblo, bien para los aventureros que se pasan por el mismo con el objetivo de conseguir algo. Sin embargo, ese local/edificio adicional que hace que sea notable. Y es que de vez en cuando se pasea, va o le pertenece a un personaje por todos conocido. O no. ¿Quién es dicho personaje?

–¡Ay…!
–Chisst –masculla el Archimago Bifurkehn, no sin agacharse, por si las moscas.
–Chisst los cojones –dice Lassar Layam, dolorido–. La hostia que me he dado contra el techo, copón. Cuatro llevo ya.
–Esto son unas catacumbas hobbits –sigue Bifurkehn–. ¿Qué esperabas?
–He visto una mina enana, y los techos están donde deben estar, joder, a sus buenos tres o cuatro metros de distancia.
–Un hobbit no es un enano –dice el Señor enano Rikkaos con aire aburrido–. Otra vez. Me estáis dando un día...

Las catacumbas bajo el cementerio de Highdell son retorcidas, cambiantes. Húmedas, como toca. Estrechas, como procede. Pero mucho más largas y elaboradas de lo que habíamos esperado. Llevamos horas vaciando sala tras sala, abriendo cofres vacíos, rompiendo ánforas huecas. Y nada. Nada de nada. Alguna espada diminuta de mala calidad, una cota de mallas mal hecha y devorada por el óxido, un carcaj agujereado. ¿Y esto es lo que hemos venido a buscar? 
Los últimos minutos, en cambio, deambulamos entre túneles naturales y pasillos artificiales con todo el cuidado posible, dejándonos llevar por el Señor Rikkaos aristados por una oscuridad casi total. ¿Que por qué nos dejamos dirigir por un enano que, en esencia, es un pedazo cabrón de aúpa? Por dos cosas: una, porque puede ver en la oscuridad. Dos, bien, es que el Señor Kaos no sólo es el más bajito del grupo, sino que también es el más cabezón y va siempre delante. Siempre. Así es como hacemos por aquí las cosas, todo táctica y estrategia: él va delante nos pongamos como nos pongamos, ¿para qué discutir?
Decía que en los últimos minutos habíamos dejado de abrir cámaras y tumbas para deambular como idiotas. ¿Y por qué? Pues, en esencia, porque somos unos jodidos idiotas. O sea, ¿cómo coño puedes perderte en unas catacumbas hobbits? ¿En serio? El puto ridículo que vamos a hacer cuando regresemos a la city. Vale que estos enanos coñones viven bajo tierra y están habituados a escapar túneles, pero jod...

–Chissssst.
–Si no he dicho nada –murmuro ofendido.
–Piensa en voz baja –dice Bifurkehn–. Atentos, hay una luz ahí delante.
–Ya la he visto yo primero, so berzas –dice el Señor Rikkaos–. Y también hay un ruido. Escuchad.

Y oye, que es cierto. Como un cántico, una balada grave, seria. Profunda como el entorno.

–No suena a hobbits –murmura Lassar Layam.
–Nop. Pero tampoco pensábamos que unos jodidos enanos podían construir la puta Tumba de los Horrores, y mira.
–No son enanos –dice el Señor Kaos, deteniéndose.
–Sí, disculpa. Es que… oye, tira para alante, no es momento para discu...
–Ahí.
–¿Ahí…?

Ahí, sí. Ahí hay como una especie de precipicio, un abrupto final del pasillo que estamos pisando y que es a la vez accidente y trampa. Nos acercamos al borde agachados, casi a rastras, buscando el resplandor que parece venir desde abajo mecido por los cánticos. Y lo que vemos, nos estremece.
Bajo la oquedad hay hobbits. Un huevo de hobbits, vaya. Se balancean todos de lado a lado, con cierto orden organizado que da bastante repelús. Muchos de ellos llevan antorchas; algún pebetero se ve aquí y allá clavado contra las paredes de roca natural, pero en conjunto la luz, más que iluminar, lo que hace es aliarse con el asunto que sea que se están llevando entre manos para, más que otra cosa, acojonar a tope. Sobre unos escalones se eleva lo que parece un altar, y tras él vemos a un hobbit que nos resulta familiar.
 
–¿Ese de ahí no es el clérigo? –murmuro.
–El clérigo –asiente Bifurkehn–. Y también el enterrador. 
–¿El tipo amable, apocado y simpático que nos dijo dónde encontrar el cementerio?
–El mismo.

Esto es un hobbit multiclase clérigo/enterrador.
Y lo demás son tontás.


–Pues ahora no parece tan amable –dice Lassar Layam, relamiéndose extrañamente–. Por el cuchillo ese del tamaño de Mordor que lleva en la mano derecha, digo. Y por la pintura de la cara. Y los cuernos. Y la sangre. Y por eso que dice… ¿qué es?
–Kalimá –murmura el Archimago–. Kalimá...
–¿Y quién cojones es Kalimá? 
–A mí –dice el Señor Kaos–, lo que me perturba de verdad es la cantidad de hobbits que hay ahí abajo. O sea, que hay más peña en ese agujero que en las calles de Rivendell el día del orgullo gay. Como nos descubran estamos bien jod...
–Chisssst.
–Coño, calla ya con el puto chissst. A ver si vas a ser el único que puede hablar.
–Chisssst.

Abajo, el enterrador alza el cuchillo gritando eso de Kalimá a todo meter; es entonces cuando caigo en la cuenta de que encima del altar hay un tendido un tipo desnudo. ¿Que cómo puede ser que se me haya pasado un tipo en pelotas sobre un altar…? Bueno, los misterios del rol son inescrutables. Tampoco vi a la Vieja Troll ni a su Hacha Descomunal a Dos Putas Manos que atravesaba la niebla, así que...
Lo malo es que al del altar lo conocemos.

–¿Ese de ahí no es Mëss O’ Nero? –digo.
–El mismo –responde Lassar Layam, sin perder ojo del asunto.
–¿Y qué coño hace ahí? ¿No tenía que estar con los caballos?
–Pregúntaselo a él.
–No creo que me vaya a responder. No tiene cara de estar pasándoselo bien.
–Eh –dice el señor Kaos, súbitamente interesado–. ¿Han trincado al Mëss O’Nero?
–Sip.
–Cojonuuuuuudoooo...
–Mira que puedes llegar a ser cabr...

Y a mitad de frase quedo. 
A mitad, porque sin querer le doy a una roca que debía estar suelta, y digo “ups”, y a la roca le da por deslizarse, y se desliza hasta caer por el precipicio, y cae y cae hasta aterrizar no sin estruendo sobre la azotea de uno de los hobbits, que dice algo como “Oouch” y ya no dice nada más. Y los hobbits dejan de mecerse al compás de la letanía del enterrador. Y el enterrador alza la mirada y la clava en nosotros. Y se produce un silencio incómodo.
Un silencio que rompe el puto Mëss O’ Nero, quien al ver cómo se pone en pie Lassar Layam, susurra:

–Esos… esos de ahí vienen conmigo.

Si será cabrón. 
En medio segundo nos ponemos todos en pie. Tarde, al parecer, porque al jodido hobbit enterrador le da tiempo a alzar las manos y gritar algo en un idioma extraño que provoca una especie de remolino de luz que acaba impactando sobre el pecho de Lassar Layam, lanzándolo hacia atrás unos cuatro metros hasta aterrizar contra uno de los muros de roca. Luego, el enterrador grita ¡Cogedlos! Y los hobbits, como una marea de alimañas, comienzan a trepar por la pared de piedra como si les fuera la jodida vida en ello.

–¡Corred! –grita nuestro archimago.
–¿Y el Mëss O’ Nero? –pregunto yo.
–A ver, ¿en serio quieres que te responda a eso…?
–Mmm… Nop. La verdad, no.

Y corremos. Aunque corremos poco, porque cuando pasamos junto a nuestro asesino psicópata preferido y tratamos de alzarlo, Lassar Layam dice algo como “un momento”, y se pone a palpar la pared de roca, buscando. Buscando. Buscando.
Hasta que da con un resorte y el muro se mueve. 
Y nos precipitamos dentro sin pensar.
Y cerramos después. 
Y nos miramos, con cara de lelos. 
Sobre la pared contraria de la sala oscura y diminuta que hemos descubierto merced al azar de la caída de Lassar Layam hay una pequeña hornacina de barro que despide una curiosa luz, y en su centro, vemos un objeto que brilla. El Archimago Bifurkehn se acerca mientras escuchamos a los hobbits corriendo como lemmings desde el otro lado del muro falso. Bifurkehn se detiene. Alarga el brazo, toma el pequeño objeto, se vuelve y nos lo muestra, el rostro ahora demudado en una máscara de absoluta hilaridad.

–Imposible –digo yo.
–No jodas –añade Lassar Layam.

–Coño –apunta el Señor enano Kaos–. Pero entonces... ¿entonces qué huevos arrojaron sobre la lava del Monte del Destino…? 

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