sábado, 9 de noviembre de 2013

Tu mayor pifia alrededor de los juegos de rol

     EL DESAFÍO DE LOS 30 DÍAS.
     Día 9. Tu mayor pifia alrededor de los juegos de rol.

     La situación más dolorosa, mi gran pifia alrededor del rol, puede que una de las situaciones más tristes en lo relativo a mi vida lúdica (aunque no la más triste) ocurrió poco después de empezar a jugar. Y aquí viene una de esas historias de viejo cebolleta que el respetable puede saltarse con alegría, si se le antoja.

     Yo me incorporé a una mesa estable (ya lo he contado en el pasado), con todo lo que eso significa. Ellos eran seis, y mi llegada supuso una ampliación más importante de lo que puede llevar a pensar la ligera variación del número: no funciona igual de bien una mesa de 1+5 que una de 1+6. Un tiempo más tarde a la mesa se sumaron otros dos jugadores: Raúl, quien participó durante unas semanas, y Javi, quien llegó acompañando a Raúl con la intención de jugar… y no llegó a estrenarse. 

     ¿Por qué no se estrenó? Pues porque la mesa se había convertido en un monstruo de proporciones bíblicas. Éramos demasiado jóvenes como para gestionar el asunto de forma razonable, supongo, pero no cabe duda de que 1+8 no es el número ideal para que las sesiones sean divertidas por igual a ojos de todos los protagonistas, o que gocen de un ritmo ágil y sano. Con el tiempo y las diferentes responsabilidades de la vida te das cuenta de que el número ideal si quieres jugar de forma regular es de ocho a diez, porque aseguras juntar a tres o cuatro por sesión. Pero en aquel entonces nadie se perdía una partida, y a todos resultaba evidente que había que operar antes de que el problema fuera a mayores.

     Los miembros más antiguos deliberaron al respecto entre dos opciones: si querían seguir así o si se tenía que reducir el tamaño del grupo. Llegaron a votar. Pero antes de que la cosa fuera a mayores, Raúl, Javi y yo decidimos irnos por nuestra propia voluntad: era lo justo, era lo oportuno. Para mí, que acababa de descubrir una afición maravillosa, de repente parecía que todo aquel potencial de diversión e historias imaginadas se escapaba entre mis dedos como arena, sin poder evitarlo, sin poder contenerlo. 

¿No... no... no creéis que estáis exagerando un poco, chicos?
¡Nosotros sólo veníamos a jugar!


     Aquella fue mi mayor pifia alrededor de los juegos de Rol. 


     Pero hete aquí que vivimos en un mundo de dados de colores y símbolos extraños, juegos donde las pifias ya no son lo que eran y donde no es tan extraño conseguir resultados de fallos catastróficos con consecuencias positivas (si no sabéis de qué estoy hablando, mi queridas entes diversas, es que no estáis al día de las novedades roleras y las últimas reencarnaciones de Warhammer o StarWars. Ya lo corregiremos cuando acabe este desafío, no os preocupéis). O sea, el “no hay mal que por bien no venga” de toda la vida: de allí, de aquella amputación traumática, surgió la semilla de lo que sería mi segunda mesa de juego. En el ascensor de bajada hasta la calle mantuvimos una conversación que nunca salió (y nunca saldrá) de aquellas cuatro paredes de metal y plástico, y una semana después ya estábamos jugando. 

     Es en esa segunda mesa donde viví los mejores momentos de mi vida lúdica. Redescubrí el D&D con Javi y con él regresé a otra Tierra Media distinta a la anterior, pero igualmente divertida; Raúl nos llevó hasta Glorantha y los Reinos Jóvenes; y yo aporté variedad al asunto con Starwars y Traveller, La Llamada y uno de los primeros Vampiro La Mascarada que debió llegar a mi pueblo. Con el tiempo, nuestra mesa fue ganando integrantes y luego, con la aridez de la vida, perdiéndolos. 

     Y al final del camino, ironías que tiene la cosa, ambas mesas se fusionaron en una.

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